viernes, 27 de julio de 2007

Cuzco Parte II

Llegué temprano al punto de encuentro. Los cordobeses ya estaban pero faltaba el resto. Las agencias tienen un cupo establecido de personas para subir en grupo. En ese entonces era de 16.
Al rato largo éramos unos 8 y nos fuimos en una combi para iniciar la ruta que nos dejaría al pie del Camino del Inca.
Hacía frío pero era un día de sol radiante. Agosto.

Fuimos charlando con los cordobeses. Hablamos de nosotros y nuestras provincias, de Argentina, del futuro, de nuestras vidas. En el recorrido fueron apareciendo el resto de los integrantes del grupo.
Desayunamos en un pueblo encantador, Oyaitaitambo, un lugar que se quedó en el tiempo, con sus casitas de piedra, las montañas tan cerca, sus calles perfumadas a tierra húmeda.

El resto del viaje que fue bastante extenso, disfruté del paisaje y soñé despierta con aquello que me esperaba.

Una vez que llegamos al inicio del camino y luego de registrarnos, tuvimos que escuchar una breve charla que daban los guías, explicando un poco las bondades y desventajas de lo que se aproximaba. No quise decepcionarme y poner muchas expectativas. Sólo quería empezar a caminar.

No fue tan fácil como creía. El primer y segundo día es cuesta arriba. No lograba aún sacarme de encima los efectos de la altura y me agitaba cada diez pasos. Empecé a notar que el grupo se adelantaba mucho y los cordobeses hicieron la suya. A partir de ese momento y hasta la llegada a las ruinas, hice todo sola. Me encontré por momentos, en partes desoladas de la travesía, donde los sonidos propios de la montaña eran mis únicos acompañantes.

Traté de ponerle energía positiva pero fue muy difícil. Me pesaba la mochila porque en un acto de terquedad, metí todo lo que tenía a mano y no tuve en cuenta que iban a agregarme la bolsa de dormir y la colchoneta. Tenía un dolor de espaldas atroz, frío, sed, angustia.

A la hora del almuerzo reunían a todo el grupo y nos daban una sopa llena de cilantro, un plato de arroz o fideos con algún agregado y siempre muy condimentado.Y al final, mate de coca: una taza de té que sabe a algún yuyo como el boldo. Era lo más reconfortante, bien dulce y caliente. Reponíamos energías y salíamos otra vez, todo rapidísimo.

A la hora del té, ya nos esperaban para acampar y terminar el día. Me sacaba las zapatillas, leía un poco, descansaba. Cuando se hacía de noche, nos llamaban a comer y compartía un poco más con los cordobeses, nos reíamos, criticábamos a los gringos, mirábamos un poco las estrellas y después a dormir.

La primera noche fue de terror. Sin haberlo tenido en cuenta, empezaron a tomar lista y, como estaba sola, me dieron una carpa con una yankee que también estaba sola. El tema fue, que desde el micro le habíamos sacado la ficha a esta mina. Era una especie de nena sin desarrollar, con cara de perdida y sucia como un linyera. El olor que traía consigo esa chica, sólo podía compararse con una tropa de esclavos algodoneros trabajando al rayo de sol. Hedionda y desagradable. No hablaba mucho con el grupo y tenía una mirada extraviada y vacía. Jamás se cambió el pantalón, la remera y las medias durante cuatro días.

En el momento en que la guía dijo: ''vos, Sofía, que estás sola, te toca compartir carpa con Rachel'', quise morir. Estaba tan agotada que no atiné ni a quejarme. Vi que los cordobeses dormían con los pies afuera y que en esa carpa no había lugar para mí, tragué y con valor empecé a prepararme para dormir. Llovió toda la noche y hacía mucho frío. El olor nauseabundo de mi compañera me descolocaba y no podía pegar un ojo. A fuerza de buena voluntad, logré dormir unas 3 horas en total. Un segundo día más difícil se aproximaba.

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