jueves, 26 de julio de 2007

Cuzco, parte I

Escapando de una historia que no cerraba y con mi cabeza a punto de estallar, partí para Cuzco. Fue un año complicado y necesitaba un descanso.
Nadie pudo /quiso acompañarme y decidí emprender esa travesía sola.

Llegué a Cuzco a la mañana, apundada hasta la médula y con mochila a cuestas. Tomé un taxi hasta el hostel. Le digo al ''tachero'': Señor, me siento muy mal, estoy agitada, mareada y con náuseas. Yo pensaba que el tipo me iba a llevar al hospital, pero me aclaró que era la altura y que me quede tranquila.

El hostel no tuvo mejor idea que ubicarse cuesta arriba, en una callecita angosta y que ya empezaba a pintarme esa Ciudad maravillosa. Llegué como pude, y la cuadrita me llevó 15 minutos. Falta el aire, no llega a los pulmones.

Como es costumbre en estos lugares, me tocó una habitación con dos camas y el humilde encargado me dejó claro que no dudaría en golpear la puerta si se presentaba algún huésped, ya que era el último cuarto disponible. Yo me sentía tan mal que hubiese aceptado un sótano al instante.

Los síntomas tardaron en desaparecer. Fue enloquecedor. El corazón se siente en la garganta, cada pálpito ardiente. La cabeza es una hamaca que se mece sin parar y el dolor es constante y agotador. Las náuseas van y vienen al ritmo que se les antoja y con todo eso, intenté dormir porque fue el consejo de todos. Lo hice a medias. Me despertaba sobresaltada y pálida.

Cuando logré ponerme de pie, eran las 7 de la tarde y fui a recorrer un poco la plaza y a averiguar precios del camino del Inca.

Me metí en un lugar a comprar una pastilla para el apunamiento y mientras esperaba, salieron dos cordobeses por una puerta de la parte de atrás del negocio. Les dije rápidamente:
''Hola, por fin unas voces argentinas, esto está poblado de ingleses, pero por qué somos los únicos?'' Era cierto. Por esas cosas del turismo, me había topado con cientos de gringos y argentinos cero.

Nos pusimos a charlar amistosamente y me comentaron que ahí atrás por esa puerta habían reservado el camino a Machu Picchu. Se notaba que era una agencia ''apartada'' pero ni lo dudé. Era más barata también. Lo compré ahí y me aseguré la estadía en la montaña con ellos. Y qué buena decisión tomé.

Antes de subir a las ruinas. tenía dos días a mi entera disposición para hacer de turista y acostumbrarme a la altura. Saqué algunas fotos, recorrí pintorescos barrios y calles empedradas, comí cosas raras y tomé mate en la plaza de Armas. Mastiqué coca a rabiar. La altura seguía molestándome.

Conocí unos franceses y una suiza con los que fui a comer. Allá todo es así. Espontáneo, natural. Todos quieren conocerse, programar la próxima salida, compartir un tren, intercambiar historias y personajes en común, pasarse direcciones de mail y volver con la mochila repleta de experiencias.

Las noches en Cuzco no son de este mundo. Hay algo que invita a que te quedes para siempre, a que no puedas olvidarlas. Aún me parece oír la repetida música de sus improvisados boliches, las risas, las transas, las ofertas.

Me acosté temprano con el alma inquieta y la ansiedad que me desbordaba. El día siguiente sería el gran día y las ruinas me esperaban a mí.

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